El futuro de los niños –y adultos- es siempre hoy.
En un taller a padres y niños pequeños, puse una dinámica en donde la mamá abrazaba a su hijo y él quedaba contenido por su abrazo, observándose mutuamente, abriéndose a la experiencia de estar en contacto desde el corazón. Los participantes se entregaban al abrazo y al silencio. Poco a poco, e inesperadamente, madres e hijos comenzaron a sollozar y a llorar, cada quien con una intensidad diferente. La emoción tuvo su curva y finalmente, el silencio volvió.
Al término de la sesión, cuando compartimos nuestra experiencia, fue muy conmovedor escuchar a madres y niños comentar cuánto habían disfrutado del abrazo, recordar cuando nacieron sus hijos y lo importantes que son para ellas. Había madres que abrazaban muy poco y otras que lo hacían más; los niños que casi no recibían el abrazo, invariablemente decían que se habían sentido como cuando eran pequeños, porque ya casi no les abrazaban, y las madres, comentaban con sorpresa que era cierto, que tenía mucho que ya no era frecuente abrazarse, y no se habían percatado de ello.
A lo largo de los años he seguido trabajando con familias, y en la mayoría de los casos, después de una sesión de juego y alegría, abrazos, miradas y contención emocional, al concluir, los testimonios son muy semejantes, incluso se manifiesta la misma tristeza con grupos de padres y adolescentes que se supone que ya no buscan tanto el apapacho.
Podríamos preguntarnos cuándo dejamos de abrazar, de hacer una pausa, y mirar realmente a nuestros hijos, de cuidar nuestra conexión con ellos. Probablemente sucedió cuando tuvimos que sostener una casa, solas o solos, sin ayuda; cuando nuestro horario de trabajo dejó de permitir recoger a nuestros hijos en la escuela o pasar más tiempo con ellos, y no llegar sólo a prepararlos para dormir; o cuando estamos tan saturadas con nuestras propias preocupaciones, o problemáticas con la pareja, nuestra familia o nosotras mismas; cuando hemos crecido sin la educación emocional adecuada, y sin la práctica de la auto observación y la reflexión.
Ante esto me parece lógico que perdamos el norte al relacionarnos con nuestros hijos. No es maldad, no es intencional. Es una consecuencia de la educación emocional tan carente que hemos heredado, que nos rodea; las madres bromeamos a veces sobre lo gritonas o neuróticas que podemos ser, ¿y cómo no iba a ser así si no conocemos otras maneras que nos funcionen?
Son los recursos con los que contamos, ignorando que podría ser mucho mejor y más fácil. Es la dinámica común, por lo que ya no nos damos cuenta de que esa forma de relación genera una huella de abandono innecesaria y nos aleja a madres y padres del bienestar familiar.
Por otro lado, hay una tendencia hacia la separación de los padres hacia los hijos, desde el momento mismo del nacimiento, y si no nos damos cuenta de su inercia, ésta se va agrandando con el paso del tiempo.
No tenemos consciente, en el día a día, que al abrazar, al tocar, al mirar, reconocemos la existencia del otro, que al sentir afecto, echamos a andar un mecanismo de florecimiento, de bienestar a través de las endorfinas y de la oxitocina y que producimos emociones positivas, nos sentimos amados.
Para un niño, y en las relaciones en general, el amor se manifiesta y se cultiva a través de la convivencia y de la calidad de las interacciones. De nosotros depende hacerlas gratificantes o dolorosas. Recuerdo a una mamá que a su hija de apenas dos años, en su clase de gimnasia, le miraba con enojo y le decía frases como “¿En serio? ¿Esa es tu marometa? Yo no sé para qué te traigo si no lo haces bien. Si no lo haces bien a la próxima, nos vamos a ir, solo me haces perder el tiempo…”
Tenemos que recordar que ese niño o niña es un ser en desarrollo. Pero en serio. Se está desarrollando a nivel neurológico, neuro-cognitivo, su estructura ósea, sus capacidades de aprendizaje, habilidades y destrezas sensoriales y motrices, las relaciones de comunicación e interacción social, su auto concepto, el fortalecimiento de su sistema inmunológico, los procesos comunicacionales, emocionales, afectivos y que a través de la calidad de la comunicación, del tipo de trato afectivo, de los cuidados que les brindemos quienes estamos en contacto con ellos, todo esto lo construyen o lo destruyen.
¿Cuánto tiempo podemos dedicar a nutrir cabalmente esto?
¿Qué tanta energía tenemos para hacerlo, después de jornadas laborales que hacen imposible la conciliación laboral y familiar?
Esta generación está más sola que cualquier otra, y cada vez a edades más tempranas. Esto es grave.
Es común que los padres y madres por diferentes razones busquen actividades extra escolares para los niños y les dejen tomando la clase, sin estar ahí, brindando mirada, apoyo, presencia. El mensaje que reciben los niños es “No eres suficientemente importante como para tener mi atención y mi tiempo”.
A veces los padres estamos deprimidos, a veces no sabes por qué no quieres pasar tiempo con tu hijo y tienes asuntos sin resolver (Sucede, y expresarlo o reconocerlo es muy mal visto); o simplemente, seguimos las indicaciones de terceros que recomiendan que los niños asistan a tantas clases como puedan. O quizá ni siquiera es por nuestra voluntad, sino que la carga de tareas escolares es tan grande, que no permite tiempo de juego y convivencia. Factores hay muchos, lo importante es identificar qué es lo que sucede en nuestro caso particular y actuar.
La importancia del tema no radica solo en un índice de depresión (y suicidio) infantil a la alza, sino en el bienestar que nos perdemos, y en la trascendencia de nuestra falta de tiempo y de presencia emocional, radica, también, en cómo enseñamos a ellos que son las relaciones de padres e hijos, cómo se trata a la gente que amamos, en lo que puede ser y no es por falta de recursos emocionales, y en un futuro, esa carencia emocional que no reciben, la buscarán acorde a su desarrollo y edad de diferentes maneras, quizá mediante elecciones de pareja equivocadas, y hasta en el ejercicio de su sexualidad en dinámicas de relación poco saludables.
La buena noticia es que podemos incluir en nuestra vida cotidiana pequeñas acciones que mejoren nuestro vínculo con nuestros hijos, sin importar su edad:
El contacto físico es fundamental, desde el inicio de la vida el 80% de
aprendizaje es por medio del tacto. Apapache a cualquier edad.
Abrazar de manera inesperada, dar besos, mimos. Una cosa importante: Si
el niño no está acostumbrado, hágalo poco a poco, en la casa, en
contextos donde no le avergüence, valide su emoción, merece respeto.
En caso de que tenga más hijos, reserve un tiempo a la semana para cada
uno, y hacer actividades acorde a su edad e intereses: ir al cine, ir al
parque, acompañarle a una actividad importante para su hijo, etc.
Escuchar, con todos los sentidos: Si su hijo le habla, deténgase un
momento, voltee el cuerpo para quedar de frente, mírele a los ojos y lea
su lenguaje corporal.
Poner atención en su forma de hablarle a sus hijos, el tono y la forma.
Responda esta pregunta: ¿Estoy respetando su dignidad? ¿Entiendo sus
necesidades, acorde a su edad y visión del mundo? ¿Le hablo con
amabilidad? ¿Le demuestro amor a través de mis palabras? ¿Le estoy transmitiendo adecuadamente lo que quiero decir?
La mayoría de las veces no lo hacemos. ¿De donde aprendimos? De nuestra
familia. Pregúntese si su familia es ejemplo de comunicación, armonía,
respeto y felicidad, si la respuesta es no, siempre podemos mejorar y
aprender.
Aumentar interacciones positivas, reconocerle y alentarle. Decir palabras
cariñosas. Compartir risas y momentos de alegría.
Es importante pedir ayuda psicoterapéutica ante las dificultades. Si nos
duele el diente vamos al dentista, ¿por qué no acudir con alguien
debidamente capacitado para ayudarnos en temas de la vida cotidiana?
Nosotros somos pieza de transformación fundamental para ver un cambio social, pero sobre todo, para construir una vida más feliz, saludable y positiva.
*Publicado originalmente en Quórum Informativo
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