En una sociedad como la nuestra, en la que hay tanta desigualdad e injusticia social, resulta imperativo voltear la mirada hacia la infancia y las dinámicas de relación que establecemos con ella. Se asume que niñas y niños son el futuro, aludiendo a que llegarán a la vida adulta como meta, como seres inacabados, olvidando que desde ahora, son ciudadanos, sujetos de derechos, y seres humanos con necesidades físicas y emocionales propias de su edad, atravesando la etapa más vulnerable e importante en la vida de un ser humano.
Tan solo en la primera infancia se establecen, mediante la calidad de la comunicación, del tipo de trato afectivo, de los cuidados por parte de quienes se involucran en la vida de niñas y niños, las bases de su desarrollo a nivel neurológico, neuro-cognitivo, la estructura ósea, las capacidades de aprendizaje, habilidades y destrezas sensoriales y motrices, las relaciones de comunicación e interacción social, el fortalecimiento de su sistema inmunológico, los procesos comunicacionales, emocionales, afectivos; de modo que resulta imprescindible prestar atención y generar políticas públicas acordes a las necesidades de la primera infancia, -tal como lo hacen países nórdicos, o Chile, y recientemente Nicaragua, en nuestro continente-, generando una inversión sobre el desarrollo físico, mental, social de los ciudadanos con miras al presente y al futuro.
Adultocentrismo.
Nuestra sociedad tiene una estructura patriarcal, basada en las relaciones de dominación, basadas en estructuras políticas, económicas, culturales en donde el poder es detentado principalmente por el género masculino y el género femenino ocupando un lugar de subordinación. Pero la figura de dominación en esta estructura no sólo es masculina, sino adulta, imponiéndose sobre las personas más jóvenes y también ancianas: los menos fuertes.
Como resultado de esta estructura patriarcal y adultocéntrica predominante, una de las representaciones sociales de la infancia es que en esta etapa corresponde obedecer. Durante siglos –y particularmente desde la edad media- se ha perseguido el acatamiento por razones religiosas, económicas y sociales.
Estas formas de comportamiento han sido internalizadas precisamente mediante paradigmas. Un ejemplo de esto, es cómo durante muchos años el educar con golpes era socialmente aceptado y bien visto, de modo que las personas dedicadas al magisterio sabían que “la letra con sangre entra”; las madres, hace años incluso le pedían al maestro o maestra que si era necesario, le pegara a su hijo o hija. Niñas y niños asumían como consecuencia que los golpes eran parte de la vida cotidiana, integrando en su pensamiento, en su hacer, en sus actos cotidianos esta idea de que los golpes son aceptables, son herramienta fundamental de educación, generando así, un concepto sobre lo que significa ser niño o niña, y añorando, además, llegar a la vida adulta para detentar poder y libertad, al que no se accede en la infancia. Ergo, los adultos son superiores.
La UNICEF en su cuaderno del 2004 “Superando el adultocentrismo”, señala un ejemplo de esta conducta. Por ejemplo, si un adolescente rompe un vidrio por error, recibe una sanción de parte del adulto (grito, reto, castigo o golpes), si este adulto comete el mismo error, no recibe castigo de parte del adolescente e incluso puede asumir que fue un accidente y, en el mejor de los casos, decir que tiene derecho a equivocarse.
Una sociedad adultocéntrica opera así para proyectar y reproducir el mismo orden social, para mantener el control, por esto no altera las relaciones asimétricas de poder entre adultos y jóvenes o niños, o entre hombres y mujeres.
Es por ello, que es necesario revisar el tipo de relaciones que establecemos al interior de las familias, entre adultos y hacia los niños.
*Publicado originalmente en Quórum Informativo
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